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.Dimos vuelta a toda la casa y aún nos detuvimos mucho tiempo después de enganchados los caballos; pero no volvió; no cabía duda que, evitando una despedida formal, nos dejaba partir como habíamos venido.Instaladas en la diligencia las señoras, volvimos a la casa y estrechamos, silenciosos y con solemne gravedad, la mano del paralítico Juan, reponiéndole en su asiento después de cada apretón de manos.Echamos una última mirada en torno del cuarto, y sobre el taburete donde Magdalena se había sentado, después de lo cual nos dirigimos al camino para ocupar con lentitud nuestros asientos en la diligencia que nos aguardaba.El látigo chasqueó y nos pusimos en marcha, pero cuando llegamos al camino real, la diestra mano de Yuba-Bill hizo que los seis caballos cayeran sobre sus patas traseras y la diligencia se paró bruscamente: allí, en una pequeña eminencia junto al camino, estaba Magdalena, flotante el cabello, centelleantes los ojos, ondeando el pañuelo y entreabiertos sus labios por un último adiós.Nosotros, en contestación, agitamos nuestros sombreros, las señoras no pudieron contener una última mirada de curiosidad, y entonces Yuba-Bill, como si temiese una nueva fascinación, azuzó locamente sus caballos, dando el coche tan terrible sacudida que caímos todos sobre las banquetas.Durante el trayecto hasta el North Fork, no cambiamos una sola palabra; la diligencia paró en el Hotel de la Paz.El juez, tomando la delantera, nos acompañó hasta la sala común y ocupamos gravemente nuestros puestos junto a la mesa.—¿Están llenas sus copas, señores?—dijo solemnemente el juez quitándose su blanco sombrero.—Sí, señor.—Entonces, a la salud de Magdalena.Que Dios la bendiga.Y todos apuramos de un sorbo su contenido.EL IDILIO DE RED-GULCH* * *Sandy[3] estaba beodo.Bajo una mata de azalea encontrábase en el suelo, tendido, casi en la misma actitud en que había caído hacía algunas horas.El tiempo transcurrido desde que se tendió allí no lo sabía ni le importaba, y cuánto tiempo continuaría allí tendido era para él cosa que igualmente le tenía sin cuidado.Una filosofía tranquila, nacida de su situación física, se extendía por su ser moral, y lo saturaba por completo.Duéleme tener que confesar que el espectáculo de un hombre borracho, y de este hombre borracho en particular, no constituía en Red-Gulch ninguna novedad.Aprovechando la ocasión, un humorista del lugar había erigido junto a la cabeza de Sandy un cartel provisional que llevaba esta inscripción: Resultado del aguardiente Mac Corcil; mata a una distancia de cuarenta varas.Debajo había una mano pintada que señalaba la taberna de Mac Corcil.Pero imagino que ésta, como otras muchas de las sátiras locales, era personal, y más bien una reflexión sobre la bajeza del medio que sobre la inmoralidad del fin.Fuera de esta chistosa excepción, nadie molestó al beodo.Un asno extraviado, suelto de su recua, comiose las escasas hierbas de su alrededor, y limpió de polvo con sus resoplidos el lecho del hombre tendido; un perro vagabundo, con aquella profunda simpatía que siente la especie por los borrachos, después de lamer sus empolvadas botas, se había echado a sus pies, y yacía allí guiñando un ojo a la luz del sol; a manera perruna, adulaba con la imitación al humano compañero que había escogido.Entretanto las sombras de los árboles dieron poco a poco la vuelta hasta ganar el camino, y sus troncos cerraban ya el césped de la libre pradera entre paralelos gigantescos de negro y amarillo, y algunas ráfagas de polvo rojizo, levantadas al paso de los caballos de tiro, se dispersaban en dorada lluvia sobre el hombre acostado.Sandy permanecía inmóvil; el sol descendió más y más, y entonces el reposo de este filósofo fue interrumpido, como otros filósofos lo han sido, por la intrusión de un sexo poco amigo en general de elucubraciones filosóficas.Doña María, como la llamaban los alumnos que acababa de despedir de la cabaña de madera con pretensiones de colegio, situada al extremo del pinar, daba su paseo vespertino.El magnífico arbusto de azaleas bajo el cual descansaba el bueno de Sandy, ostentaba un racimo de flores de insólita belleza que atrajeran sus miradas desde el otro lado de la carretera; ella, que no había reparado en el yacente vecino, cruzola para arrancarlo, eligiendo su camino por entre el encarnado polvo, no sin sentir cortos y terribles estremecimientos de asco y refunfuñar un poco entre dientes.De repente tropezó con Sandy.Un agudo grito de inconsciente terror se escapó de aquel pecho femenino, pero una vez hubo pagado este tributo a la física debilidad, volviose más que atrevida, y se paró un momento, a seis pies, por lo menos, de distancia del monstruo tendido, recogiendo con la mano sus blancas faldas, en actitud de huir.Sin embargo, ni un ruido ni el más tenue movimiento se produjeron en la mata.Reparando en seguida en el sátiro cartelón, derribolo con su menudo pie, murmurando:—¡Animales!—epíteto que probablemente, en aquel momento, clasificaba con toda oportunidad en su mente a la población masculina de Red-Gulch; pues doña María, poseída de ciertas maneras rígidas que le eran propias, no apreciaba aún debidamente la expresiva galantería por la que el californiano es tan justamente celebrado de sus hermanas californianas, así es que tenía tal vez muy bien merecida la reputación de tiesa que gratuitamente la habían otorgado sus conciudadanos.En aquella posición, observó también que los inclinados rayos solares calentaban la cabeza a Sandy más de lo que ella juzgó ser saludable, y que su sombrero estaba echado inútilmente en el suelo en pleno abandono de sus funciones.El levantarlo y colocárselo en la cara, era obra que requería algún valor, sobre todo teniendo como tenía los ojos abiertos.Sin embargo, lo hizo, tomando en seguida las de Villadiego.Pero, al mirar hacia atrás, sorprendiose al ver el sombrero fuera de su sitio y a Sandy sentado y mirando a todos lados como para orientarse.La verdad es que Sandy, en las tranquilas profundidades de su conciencia, estaba persuadido de que los rayos del sol le eran benéficos y saludables; además, desde la niñez, se había negado a echarse con el sombrero puesto; sólo los rematadamente locos llevaban siempre sombrero; y, por último, su derecho a prescindir de él cuando le diese la gana le era inalienable
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