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.Finalmente, ya acelerado, penetré enuna nueva quietud tranquila en la que los ritmos anuales de la Tierra misma -elPaso del anillo solar por sus solsticios- latían como un corazón sobre elpaisaje.No estoy seguro de si dejé claro, en mi primer relato, el silencio en que unose ve envuelto cuando viaja en el tiempo.El canto de los pájaros, el traqueteodel tráfico en el pavimento, el tictac de los relojes -incluso el respirarsuave de la propia casa- forman todos juntos un tapiz invisible en nuestrasvidas.Pero, apartado del tiempo, sólo me acompañaban el sonido de mi propiarespiración y el suave ruido, como el de una bicicleta, de la Máquina delTiempo bajo mi peso.Tenía una increíble sensación de aislamiento, parecía comosi hubiese penetrado en un nuevo universo mudo a través de cuyas paredes fuesevisible nuestro mundo como por una ventana, pero en este nuevo universo yo erala única cosa viva.Una gran confusión se apoderó de mí, y se alió con lasensación vertiginosa de caída que acompaña el viaje al futuro, para provocarmenáuseas y depresión.Sin embargo, el silencio quedó roto: un murmullo pesado, sin fuente aparente,parecía llenar mis oídos como el ruido de un río inmenso.Ya lo había notado enmi primer viaje: no estaba seguro de la causa, pero parecía ser el resultado demi paso indecoroso a través del majestuoso devenir del tiempo.Cuán equivocado estaba, como sucedía a menudo con mis hipótesis apresuradas.Estudié los cuatro indicadores cronométricos; golpeé con la uña cada uno deellos para asegurarme de que funcionaban.La manecilla del segundo indicador,que medía miles de días, había comenzado a desplazarse de la posición dereposo.Esos indicadores -sirvientes mudos y fieles- habían sido adaptados de medidoresde presión de vapor.Funcionaban midiendo la presión en la barras de cuarzotratadas con plattnerita, una tensión que era producida por el efecto derotación del viaje en el tiempo.Los indicadores contaban días -¡no años, omeses, o años bisiestos, o fiestas de guardar!- por decisión de diseño.Tan pronto como comencé a investigar en los aspectos prácticos del viaje en eltiempo, y en particular en la necesidad de medir la posición de la máquina enél, empleé bastante esfuerzo en intentar producir un medidor cronométrico capazde mostrar una medida normal: siglos, años, meses y días.¡Pronto me di cuentade que probablemente invertiría más tiempo en ese proyecto que en el resto dela Máquina del Tiempo!Me volví bastante intolerante con las peculiaridades de nuestro ya viejocalendario, que había sido el resultado de una historia de ajustes inadecuados:intentos de fijar la recolección y el invierno que se remontaban a loscomienzos de la sociedad organizada.Nuestro calendario es un absurdohistórico, sin ser siquiera preciso, al menos no en la escala cosmológica quepretendía desafiar.Escribí cartas furibundas a The Times proponiendo reformas que nos permitiesenfuncionar con precisión y sin ambigüedades en una escala de tiempo que fueseútil en algo a un científico moderno.Para empezar, dije, desechemos esosabsurdos años bisiestos.El año tiene cerca de trescientos sesenta y cinco díasy cuarto; y ese cuarto accidental es el que produce esa estupidez de ajuste conaños bisiestos.Propuse dos esquemas alternativos, ambos capaces de eliminarese absurdo.Podríamos tomar el día como unidad básica, y crear meses y añosregulares con múltiplos de días: imaginen un año de trescientos días compuestode diez meses de treinta días cada uno.Por supuesto, el ciclo de la estacionesse desplazaría a lo largo del año, pero -en una civilización tan avanzada comola nuestra- eso no produciría demasiados problemas
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