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.Ambos eran narradores excelentes, con la memoriafeliz del amor, pero llegaron a apasionarse tanto sus relatos que cuando al finme decidí a usarla en El amor en los tiempos del cólera, con más de cincuentaaños, no pude distinguir los límites entre la vida y la poesía.De acuerdo con la versión de mi madre se habían encontrado por primera vez enel velorio de un niño que ni él ni ella lograron precisarme.Ella estabacantando en el patio con sus amigas, de acuerdo con la costumbre popular desortear con canciones de amor las nueve noches de los inocentes.De pronto, unavoz de hombre se incorporó al coro.Todas se volvieron a mirarlo y se quedaronperplejas ante su buena pinta.«Vamos a casarnos con él», cantaron enestribillo al compás de las palmas.A mi madre no la impresionó, y así lo dijo:«Me pareció un forastero más».Y lo era.Acababa de llegar de Cartagena de Indias después de interrumpir los estudios demedicina y farmacia por falta de recursos, y había emprendido una vida un tantotrivial por varios pueblos de la región, con el oficio reciente detelegrafista.Una foto de esos días lo muestra con un aire equívoco de señoritopobre.Llevaba un vestido de tafetán oscuro con un saco de cuatro botones, muyceñido a la moda del día, con cuello duro, corbata ancha y un sombrero canotié.Llevaba además unos espejuelos de moda, redondos y con montura fina, y vidriosnaturales.Quienes lo conocieron en esa época lo veían como un bohemiotrasnochador y mujeriego, que sin embargo no se bebió un trago de alcohol ni sefumó un cigarrillo en su larga vida.Fue la primera vez que mi madre lo vio.En cambio él la había visto en la misade ocho del domingo anterior, custodiada por la tía Francisca Simodosea que fuesu dama de compañía desde que regresó del colegio.Había vuelto a verlas elmartes siguiente, cosiendo bajo los almendros en la puerta de la casa, de modoque la noche del velorio sabía ya que era la hija del coronel Nicolás Márquez,para quien llevaba varias cartas de presentación.También ella supo desde entonces que era soltero y enamoradizo, y tenía unéxito inmediato por su labia inagotable, su versificación fácil, la gracia conque bailaba la música de moda y el sentimentalismo premeditado con que tocabael violín.Mi madre me contaba que cuando uno lo oía de madrugada no se podíanresistir las ganas de llorar.Su tarjeta de presentación en sociedad había sido«Cuando el baile se acabó», un valse de un romanticismo agotador que él llevóen su repertorio y se volvió indispensable en las serenatas.Estossalvoconductos cordiales y su simpatía personal le abrieron las puertas de lacasa y un lugar frecuente en los almuerzos familiares.La tía Francisca,oriunda del Carmen de Bolívar, lo adoptó sin reservas cuando supo que habíanacido en Sincé, un pueblo cercano al suyo.Luisa Santiaga se divertía en lasfiestas sociales con sus artimañas de seductor, pero nunca le pasó por la menteque él pretendiera algo más.Al contrario: sus buenas relaciones se fincaronsobre todo en que ella le servía de pantalla en sus amores escondidos con unacompañera del colegio, y había aceptado apadrinarlo en la boda.Desde entoncesél la llamaba madrina y ella lo llamaba ahijado.En ese tono es fácilimaginarse cuál sería la sorpresa de Luisa Santiaga una noche de baile en laque el telegrafista atrevido se quitó la flor que llevaba en el ojal de lasolapa, y le dijo:-Le entrego mi vida en esta rosa.No fue una improvisación, me dijo él muchasveces, sino que después de conocer a todas había llegado a la conclusión de queLuisa Santiaga estaba hecha para él.Ella entendió la rosa como una más de lasbromas galantes que él solía hacer a sus amigas.Tanto, que al salir la dejóolvidada en cualquier parte y él se dio cuenta.Ella había tenido un solopretendiente secreto, poeta sin y buen amigo, que nunca logró llegarle alcorazón con sus versos ardientes.Sin embargo, la rosa de Gabriel Eligio leperturbó el sueño con una furia inexplicable
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