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.Cuando se hizo el silencio, Terzi habló, con una voz ronca, apenas audible.Dijo:--Ciudadanos, amigos.Después de tantos y tan penosos sacrificios.henosaquí.Gloria a los caídos por la libertad.Eso fue todo.Se retiró del balcón.Entretanto, la muchedumbre gritaba, y los partisanos levantaban lasmetralletas, las sten, las moschetti, las noventa y uno, y disparaban ráfagasde júbilo, mientras los casquillos caían por todas partes y los chavales semetían entre las piernas de los combatientes y de los civiles, porque ya novolverían a hacer una cosecha como aquélla, había peligro de que la guerraacabase ese mismo mes.Sin embargo, había habido muertos.Por una atroz casualidad, ambos eran de SanDavide, una aldea situada más arriba de ahí, y las familias querían que se lessepultara en el pequeño cementerio local.El comando partisano había decidido celebrar unos funerales solemnes, con lascompañías formadas, carruajes fúnebres ornados, la banda del ayuntamiento, elcanónigo de la catedral.Y la banda de la escuela parroquial.El padre Tico había accedido inmediatamente.En primer lugar, decía él, porquesiempre había tenido sentimientos antifascistas.Y además, según se rumoreabaentre sus músicos, porque desde hacia un año estaba haciéndoles ensayar, paraque se ejercitaran, dos marchas fúnebres y tarde o temprano debían ejecutarlas.Por último, según decían las malas lenguas del pueblo, porque quería echartierra sobre lo de ciovinezza.La historia de ciovinezza había sido así.Unos meses atrás, antes de que llegasen los partisanos, la banda del padre Ticohabía salido para tocar en no sé qué fiesta, y en el camino les habían detenidolas Brigadas Negras.--Toque ciovinezza, reverendo --le había ordenado el capitán, haciendotamborilear los dedos sobre el cañón de la metralleta.¿Qué hacer, tal como aprenderíamos a decir después? El padre Tico dijo,muchachos, probemos, el pellejo es el pellejo.había dado el tiempo con la manoy el inmundo tropel de cacofónicos había atravesado el pueblo, tocando algo quesólo la más delirante esperanza de redención hubiera permitido confundir conGiovinezza.Una vergüenza para todos.Por haber cedido, decía luego el padreTico, pero sobre todo por haber tocado tan mal, sería cura, si, y antifascista,pero el arte era el arte.Jacopo no estaba aquel día.Tenía anginas.Sólo estaban Annibale Cantalamessa yPio Bo, y su sola presencia debe de haber sido decisiva para la derrota delnazifascismo.Pero para Belbo el problema no era éste, al menos en el momentode describir el episodio.había perdido otra ocasión para saber si habría sidocapaz de decir que no.quizá por eso moriría colgado del Péndulo.En fin, los funerales debían celebrarse el domingo por la mañana.En la plazade la catedral estaban todos.Terzi con sus hombres, el tío Carlo y algunosnotables del pueblo con las medallas de la gran guerra, no importaba si habíansido fascistas o no, estaban allí para rendir homenaje a unos héroes.Estaba elclero, la banda del ayuntamiento, vestidos de negro, y los carruajes con loscaballos con gualdrapa y arreos de color crema, plata y negro.El automedonteiba ataviado como un mariscal de Napoleón, sombrero de dos puntas, esclavina ygran capa, que hacían juego con los arneses de las cabalgaduras.También estabala banda de la escuela parroquial, gorra de visera, chaqueta caqui y pantalonesazules, reluciente de bronces, negra de maderas y centelleante de platillos ybombos.Entre el lugar y San Davide había cinco o seis kilómetros de curvas en subida.Un trayecto que los domingos por la tarde los jubilados solían recorrer jugandoa la petanca, una partida, una pausa, unas copas de vino, otra partida y asísucesivamente, hasta el santuario en la cima.Unos kilómetros cuesta arriba no son nada para quien los recorre jugando a lapetanca, y quizá tampoco para quien lo hace en formación, con el arma alhombro, la mirada firme y los pulmones estimulados por el fresco aire de laprimavera
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